A las mujeres del departamento de Caquetá, una de las puertas de entrada a la selva en el sur de Colombia, se les acabaron las lágrimas por cuenta de los asesinatos, secuestros, desplazamientos y desapariciones.
Sin embargo, hoy les queda el dolor sembrado en el alma por todo lo que les arrebató la violencia.
Cuentan los pobladores que el 14 de enero de 2003 hombres vestidos de negro irrumpieron en la aldea Aguas Calientes y sin mediar palabra se llevaron a cinco lugareños de los que nadie ha vuelto a tener noticias.
El rastro de un estudiante de secundaria, dos campesinos, el conductor del vehículo que transportaba la leche y su ayudante se perdió.
¿Secuestrados?, ¿muertos?, ¿reclutados? Ninguno en la zona se atreve a especular porque todos, sin excepción, esperan que aparezcan algún día, más ahora que el Gobierno y las Farc firmaron la paz.
“Mi vida se destruyó. Aquí siempre estuvieron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y con los años uno aprende a vivir así, pero nadie imaginó que las FARC también entraran y que con ello nos iba a llegar la desgracia por la confrontación que se desató”, dijo a Efe Rosalba León.
En esa incursión guerrillera, Rosalba, que por entonces era la profesora de primaria de la única escuela de Aguas Calientes, perdió a su hijo, Yamid, de 17 años.
“Nadie me da razón de él. Era un estudiante, no un paramilitar, y por eso no entiendo por qué se lo llevaron”, aseguró la mujer notablemente abatida porque hace solo ocho meses la vida la volvió a embestir luego de que otro de sus hijos muriera en un accidente de tránsito.
A veces, comentó cabizbaja, “siento que ya no puedo más. Es como si el corazón me dejara de latir poco a poco y la fuerza se me estuviera acabando de tanto sufrir”.
También a Carolina Parra, presidenta de las víctimas del conflicto armado en el municipio caqueteño de Morelia, las lágrimas se le agotaron.
Aunque de pocas y melancólicas palabras, esta líder recordó que en 2003 estuvo 15 días retenida en la aldea Las Golondrinas por orden de un grupo armado ilegal.
Nadie en el pequeño poblado podía salir de la casa. La comida empezó a escasear y cada quien tuvo que sobrevivir con lo poco que tenía.
“Éramos campesinos, humildes y trabajadores, pero eso no le importó a los violentos. Nos intimidaron y fueron muchos los que tuvimos que desplazarnos. Yo llegué a vivir a Morelia con mis tres niños”, manifestó.
Pero, lo que en apariencia iba a ser una segunda oportunidad para Carolina se convirtió en su segunda tragedia porque la herencia que dejaron los paramilitares al desmovilizarse en 2006 fue el consumo de marihuana y bazuco en los jóvenes, entre ellos su hijo de 16 años.
“Esto es como una novela, siempre hay dramas. Es como si uno estuviera permanentemente desubicado, sin saber qué hacer, sin empleo y con problemas para ser una buena madre”, reclamó.
Precisamente, para quitarles el peso que la violencia les colgó en la espalda a muchas colombianas, hace cuatro años surgió en la capital departamental, Florencia, la Plataforma Social y Política para la Incidencia y la Paz de las Mujeres del Caquetá, que agrupa a 1.800 de ellas.
“Nosotras somos 100 % víctimas porque perdimos a nuestros hijos, esposos, padres o hermanos o porque nos quitaron las tierras”, denunció Yeny Adalid Chilatra, miembro del comité de apoyo.
Por ello, esta organización busca llamar la atención del Gobierno nacional para que las voces de las caqueteñas sean escuchadas en los planes que se van a llevar a cabo en el posconflicto.
“Queremos ser protagonistas de la historia de este nuevo país que se va a empezar a construir y nunca más ser vistas ni sentirnos como víctimas”, puntualizó Chilatra.
Como Rosalba, Carolina y Yeny, son muchas las mujeres que hacen parte de los más de ocho millones de afectados que ha dejado hasta el momento el conflicto en Colombia y que esperan que gracias a la paz de sus ojos vuelvan a salir lágrimas, aunque, eso sí, confían en que esta vez sean de alegría. Nunca más por la guerra.