Pedro García tiene vivo el recuerdo de los aciagos días de mediados de febrero del 2000 cuando escuadrones paramilitares instauraron un régimen del terror en la zona de El Salado, donde asesinaron a sangre fría a 60 personas en una de las matanzas más espeluznantes del conflicto colombiano.
El Salado fue un próspero caserío agrícola del norte de Colombia hasta los años 90, cuando las Farc empezaron a ganar terreno en esa zona, que hace parte del estratégico corredor de los Montes de María, y después llegaron los paramilitares a disputarles el control territorial, dejando a la población en medio del fuego cruzado.
“Ellos llegaron, primero la guerrilla, las FARC, visitaban la comunidad, nos reunían obligados (…) y después los paramilitares, que hicieron cosas muy crueles”, afirma García, un campesino de 45 años que habla con Efe con la condición de que no se revele su identidad porque aunque han pasado ya 17 años, todavía sienten miedo.
La de El Salado fue una de las matanzas más estremecedoras no sólo por los 60 muertos sino por la sevicia con la que actuaron los cerca de 450 paramilitares divididos en tres grupos que irrumpieron en la zona el 16 de febrero de aquel año para matar a todo aquel que se cruzara en su camino y fuera sospechoso de tener vínculos con la guerrilla.
Muchos fueron degollados, otros murieron acuchillados, estrangulados, a golpes o a tiros después de pasar por un suplicio de tortura en el centro del pueblo o incluso dentro de sus propias casas, y varias mujeres fueron violadas, todo delante de familiares, amigos y vecinos, recuerda García, quien tuvo que esconderse en los montes cercanos para salvar su vida.
“Iban de casa en casa; si estaba cerrada forzaban la puerta, la tumbaban, entraban, revisaban todas las pertenencias como si hubiera armas (…) En las casas había acordeones (de los niños que estudiaban música) y cuando mataban a una persona los tocaban celebrando lo que hacían, eso fue durante tres días”, cuenta.
En una visita de Efe a este pueblo de calles de arena y casas pintadas de colores vivos que relucen con el tórrido sol del mediodía del caribe colombiano, García muestra la iglesia en cuyo frente fueron reunidos los habitantes de El Salado para la macabra fiesta paramilitar.
“A otros los reunieron en la plaza y hacían como un sorteo o una rifa, del 1 al 24, y al que le caía ese número lo mataban”, relata.
Eso lo hacían sin importarles si la víctima en realidad tenía nexos con la guerrilla o no, porque de lo que se trataba era de intimidar a la población mediante el terror.
García recuerda, con “el dolor que le causa a uno como persona”, que entre los muertos estaba “un señor que era retrasado mental” y que una niña de cinco años de edad que escapó con una familiar a los montes vecinos murió de sed al cabo de tres días porque por el miedo no se atrevieron a salir de su escondite.
“A los muertos los dejaron ahí en la plaza principal, no fueron capaces ni siquiera de sepultarlos, obligaron a la comunidad a los tres días a sepultarlos en unas fosas comunes”, añade.
Pese a que el 23 de marzo de 1997 seis personas habían sido asesinadas en la primera matanza de El Salado, fue esta segunda la que cambió para siempre sus vidas porque, además de la orgía de sangre, más de 5.000 sobrevivientes tuvieron que abandonar lo poco que les dejaron para ponerse a salvo y el caserío se volvió un pueblo fantasma.
“Los que quedamos vivos nos salimos y regamos por toda la costa (atlántica)”, por lugares como El Carmen de Bolívar, municipio al que pertenece El Salado, por Barranquilla, Cartagena o Sincelejo, “y algunos fueron a dar hasta a la capital (Bogotá)”, afirma.
Una investigación del Centro de Memoria Histórica publicada en 2009 “identificó un total de 60 víctimas fatales, 52 hombres y ocho mujeres, entre los cuales había tres menores de 18 años” en la masacre del 2000.
“Durante el recorrido sangriento por El Salado y sus alrededores, ocurrido entre el 16 y 21 de febrero de 2000, no sólo arrebataron la vida a 60 personas, sino que montaron un escenario público de terror tal que cualquier habitante del poblado era víctima potencial”, señaló el informe.
Dos años después algunos decidieron retornar a El Salado “por la situación, porque fuera de aquí (…) todos sufrimos lo peor”.
Según Luis Torres, un líder social que encabezó el proceso de recuperación comunal del territorio, antes de la matanza en El Salado y las 16 veredas (aldeas) que lo circundan, había más de 5.000 personas, mientras que en la actualidad son unas 1.600 en el caserío y cerca de 600 en sus alrededores, informa Efe.
“Después del retorno no ha sido fácil. Ya no son los mismos los que retornaron y hay muchas envidias”, lamenta otro habitante que también prefiere omitir su nombre.