La mítica violencia que generó el narcotráfico en Colombia pudo haber “sepultado” a la ciudad de Medellín, epicentro de la lucha de carteles que, sin embargo, es evidencia viva de que con inversión social se puede dar la “pelea” a la delincuencia.
Para nadie es un secreto que en la historia de esta urbe, la segunda en importancia del país con 2,1 millones de habitantes, se escribió la página más oscura con Pablo Escobar, líder del cartel de Medellín.
En su época dorada, entre las décadas de los años 70 y 80, esta estructura criminal llegó a mover el 80 % de la cocaína que se consumía en Estados Unidos y a facturar más de 100.000 millones de dólares al año.
Como parte de su consolidación, Escobar hizo que floreciera una economía del delito en la parte oeste de Medellín, en donde nació, y desde allí expandió su capacidad militar hacia otras áreas en donde la pobreza era la constante.
Este personaje se aprovechó de la necesidad de los jóvenes humildes de la ciudad, que no tenían futuro, y los convirtió en sus sicarios, problemática que tocó fondo cuando en el transcurso de 15 años el derramamiento de sangre alcanzó los 60.000 muertos.
“A partir de ese momento los pobladores de Medellín entendimos que o generábamos un cambio o nos moríamos todos”, dijo el alcalde de esa ciudad, Federico Gutiérrez.
Se generó entonces un consenso en las altas esferas políticas acerca de que era urgente llevar las grandes obras de infraestructura a las zonas marginales para hacer a sus pobladores partícipes del proceso de transformación, reseñó Efe.
De este modo, Medellín pasó de ser una ciudad en donde daba miedo vivir hace 20 años a la única del país con metro, desarrollo al que le siguieron el metrocable (teleférico), las escaleras eléctricas y el tranvía, y que le valieron ser elegida en 2013 como la urbe más innovadora del mundo, por encima de Nueva York y Tel Aviv.